Alas 2:25 de la tarde del Domingo 29 de Junio de 1919, muere el Dr. José Gregorio Hernández falleció de forma trágica, al golpearse la cabeza con el borde de la acera a consecuencia de un impacto con un automóvil.
Escribir sobre un hombre inspirado por la luz de Dios, y que utilizó la ciencia para dar un maravilloso aporte social a su país, es significativo, y es una manera de profundizar la visión de un ser extraordinario que logró la justa balanza de lo justo. José Gregorio Hernández supo ver la unión donde la mayoría de los mortales ve la dualidad antagónica. Dios y Ciencia. Supo apreciar la dimensión donde se unen Dios y Hombre.
Fue un docente de excepcional ágora, con una destreza de maestro y alma de penitente alumno. Impartir enseñanza también es una forma de evangelio. En los días cercanos a su muerte, pensaba escribir un libro sobre Embriología, pues sabía que el progreso de la humanidad pasaba por el tamiz de conocer los principios de la vida en la Tierra, conocer la perfección de la creación divina. Esto es: la Ciencia como una forma práctica de comulgar con Dios. De esa manera hizo que su enseñanza fuera trascendente y diáfana, y por extensión su clínica fue efectiva, pulcra y prodigiosa.
José Gregorio Hernández tuvo fama en vida. No hay más que acudir a las memorias de testimonios de sus contemporáneos, para saber que desde muy joven era visto como la persona que hoy veneramos. ¿Un hombre sin mácula? ¿Cómo? Pero, ¿no tuvo mujer, hijos, amantes? Muchos de los que lo veneran ignoran que José Gregorio Hernández tenía voto de fe, de castidad, un elemento de obligada abstinencia carnal, basado en su inquebrantable fe, que lo llevó a tres intentos de pertenecer al mundo de los consagrados a Dios. ¿Acaso por obstinación? No. Desde muy joven se sintió inspirado por la luz, y siempre mantuvo su confesor, la figura de un sacerdote, un guía espiritual, que regía los actos de su conducta de cristiano devoto, que lo llevó siempre a ejercer con denodado ahínco sus virtudes heroicas.
Y fue venerado en vida, porque la gente conocía de su fe, y la expresaba a cada instante, y bajo cualquier circunstancia.
Cuando se marchó a Italia, en 1908, a enclaustrarse en el Monasterio de La Cartuja de Lucca, no fue solo su deseo. Ningún hombre sin suficientes méritos recibe del Vaticano, del mismísimo papa, la autorización y la honra de ingresar a un monasterio a los 44 años. José Gregorio Hernández lo hizo todo para encontrarse con Dios en el claustro, para estar más cerca de el.
Por eso José Gregorio Hernández es el médico de la luz. Es el mismo hombre que busca un lugar entre los consagrados al Ser Supremo, y a la vez busca una cura para la tuberculosis; y enseña a sus alumnos los misterios del microscopio y de la coloración de las células, ayuna, reza el Ángelus cotidiano; reza por las noches, se confiesa cada tarde, guarda ayunas; escribe libros científicos para explicar el misterio de la vida y escribe textos filosóficos para explicar el milagro de Dios.
Un hombre que busca a Dios, y buscándolo contribuye con tesón al desarrollo científico del país. En un momento de su vida fue director de los dos laboratorios más importantes de Venezuela: el del hospital Vargas y el de la UCV. Para José Gregorio Hernández el microscopio era como la mirada de Dios, que puede ver y detectar lo que ningún ser humano puede apreciar a simple vista. José Gregorio utilizó el microscopio, y se puede decir que fue él quien lo estableció como principal instrumento de diagnóstico científico en el país.
Aún es un desconocido para muchos. Era un hombre igual a todos, es verdad, también creía en Dios y era médico. Pero su vida puesta en la balanza de lo justo merece verdadera justicia. Era igual a todos, pero su fe no era común, su inquebrantable fe era gloriosa. Su fuerza de amor era inagotable, y su espiritualidad lo elevó a la luz.
Hoy espera la bendición de su Santidad para ingresar a la legión de los santos. Pero no ha hecho falta ese designio, que llegará maravilloso, para que su sitio resplandezca con el deseo de todo un pueblo que mira en él, al hijo ejemplar, al médico insigne, y al cristiano fervoroso.
A 94 años de su muerte, el 29 de junio de 1919, el mismo día que celebraba 31 años de su graduación de médico, aún permanece en alto su mayor testimonio: la fe de un hombre que supo ver desde niño lo que escribió Víctor Hugo, el mismo año en que nació José Gregorio Hernández: “el rayo de la luz es más poderoso que el rayo de la tempestad”.
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